Quiero compartir esta reflexión, presentada por M. Ana Teresa Nales (V. Religiosa), espero que nos pueda servir de ayuda, dice, “La persona no puede vivir sin amor…, su vida carece de sentido sino está abierta al amor, sino sale al encuentro del amor, sino lo experimenta y lo hace propio, si no toma parte activa en el amor. Tal es la dimensión humana del misterio de la Redención. En esta dimensión -la del amor- la persona vuelve a encontrar la grandeza, la dignidad y el valor propio de su humanidad”.
No podemos vivir sin amor. Cuando decimos que el amor es la “ley fundamental del universo” queremos decir que nuestra vida está sostenida y basada en el amor. Es la ley por la que por la que Dios mismo se rige: “Dios es amor” (Jn4,7). Dios todo lo hace por amor. El amor es motivación principal, el motivo de su actuar.
Nosotras hemos sido creadas a imagen y semejanza de Dios y nuestro mundo afectivo es parte substancial de esa creación. Él nos creó para que tuviéramos la oportunidad de amar y lo pudiéramos expresar. Por ser seres humanos, somos limitados, no nos bastamos a nosotras mismas, necesitamos por tanto amar y ser amadas. Y para poder comunicar el amor, Dios nos regaló la afectividad como parte fundamental de la persona. A ella pertenecen las emociones, los sentimientos. Por tanto, la afectividad es comunicación y expresión de sentimientos, manifestación de cariño y, principalmente, donación de sí.
Con las palabras del Señor: “amarás a Dios con todo tu corazón, con toda tu alma, con todas tus fuerzas… y al prójimo como a ti mismo” (Mt 12, 20). Podemos comparar nuestra unión con Dios con el riel de la cortina, por donde discurren los enganches de la cortina. Si el riel está fijo, los enganches se sujetan bien y podrán correr libremente. Con ello quiero decir que amar desde la vida consagrada no es autocontrol sino donación; no se expresa con la frialdad que no corresponde al ser humano, sino con la libertad del que ama en plenitud.
No podemos vivir sin amor. Abiertas al amor El amor entra en crisis cuando no es considerado como un organismo de amor a Dios, a los demás y a uno mismo. Así como en un organismo, cada órgano es parte del todo y está al servicio del todo, así estas tres dimensiones del amor se requieren mutuamente. “Amarás a Dios con todo tu corazón, con toda tu alma, con todas tus fuerzas…y al prójimo como a ti mismo” (Mc 12,30) “Porque el que no ama a su hermano, al que ve, no puede amar a Dios, al que no ve” (1Cor 13,4ss).
¡Qué importante es en la vida consagrada ese amor de benevolencia con la hermana/o, el no sacar a relucir antes las sombras que las luces! Solo el servicio al prójimo abre nuestros ojos a lo que Dios hace por nosotras y a lo mucho que nos ama. El amor crece o decrece, pero nunca se estanca. Es dinámico, sale al encuentro, busca cómo expresarse. Es algo que hay que cuidar, proteger y revisar constantemente. Tomar parte activa en el amor María, la Virgen, la Madre, nos enseña qué es el amor y dónde tiene origen. El Magnificat es el programa de su vida: no ponerse a sí misma en el centro, sino dejar espacio a Dios, a quien encuentra tanto en la oración como en el servicio. Con este canto expresa cómo tomar parte en el amor, desvelándonos su fuente y su fuerza. “Se levantó María y se fue con prontitud… y saludó a Isabel (Lc 1,39). María estaba llena del Amor. “E Isabel queda llena del Espíritu Santo”.
Lo más difícil es creer en el amor y para creer se necesita una fuerza impresionante. La grandeza de María es que ella creyó “Feliz la que ha creído…” (Lc 1,45) y no dejó que la duda ahuyentara el amor, nunca dejó que nadie ni nada borrara la huella de Dios en ella, el amor. Nada ocupó ese amor, Ni las dudas, ni la desconfianza. Aquí reside el origen y la fuerza siempre nueva del amor. En su fe y confianza en Dios y en su fidelidad.
El corazón de María fue probado y educado por el Padre y después por el mismo Cristo hasta lograr un desprendimiento total en el amor. También para nosotras la educación del amor y de la afectividad supone la educación del corazón. La vinculación a María ha de conducirnos a actitudes marianas que podríamos denominarlas como hace el P. José Kentenich, como las torres que protegen la pureza del amor:
- Un profundo amor a Dios. “Proclama mi alma la grandeza del Señor”.
- La humildad. “Porque ha mirado la humillación de su esclava…”.
- La alegría. Se alegra mi espíritu en Dios mi salvador…”.
María es, en fin, una mujer que ama.
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